El triángulo amoroso con más morbo de la edad de oro de la serie B es, sin duda alguna, el que aquí conocemos. Sobre todo, porque frente a dos hombres enamorados de una misma mujer, o al revés, nos encontramos con unas relaciones en las que todos parecen tener algo con todos.
Antes de conocer a la belleza de su esposa, Johnny (Glenn Ford) y Ballin (George Macready) mantienen una historia que parece ir más allá de la mera relación mafioso-hombre de confianza. Sobre todo en unas miradas que se lanzan y que parecen hablar de amor entre hombres, pero como tiene que ser, de igual a igual.
Respecto a Gilda (Rita Hayworth), cuando aparece, todos sabemos que quien no se enamore de ella o es gay o es ciego. Pero en ese submundo que ofrece el casino parece que todo está permitido y todos se aman entre ellos.
Lo demás, ya ha pasado a la leyenda del cine. Gilda es la encarnación de la diosa del amor y de la sensualidad. Así se mantuvo durante mucho tiempo y, en España al menos, se culpaba a la censura de haber cortado el famoso strip-tease de guantes no permitiendo que se la viera en cueros por completo. El mal que provocaron aquellos pervertidos, sobre todo religiosos católicos, que quitando besos excitaban todavía más la imaginación de los jóvenes.
Así se refleja en la película Madregilda (Francisco Regueiro, 1993), donde un niño flipa viendo el póster de esta película, o en los ya citados carteles que va colgando el protagonista de Ladrón de bicicletas, ya comentada en este blog.
Pero es verdad que el espacio que enmarca el casino donde se desarrolla la mayor parte de la acción de Gilda es un universo en el que es fácil soñar con perderse. Para algunos, porque queremos que Johnny pase de ella y se venga con nosotros. Para otros, porque, como rezaba el cartel, "¡nunca hubo una mujer como Gilda!". Ni la habrá, me atrevo a afimar.
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