Tras la revolución causada por El cantor de jazz (Alan Crossland, 1927) y su incorporación del sonido al cine, en todos los estudios se daba por sentado que lo que quería el gran público era ver películas habladas.
Pero, como ya hemos visto en Tiempos modernos (1936), el genio de Chaplin se resistía mucho a tal incorporación en su cine. Tanto es así que, ésta que nos ocupa, considerada su último largo mudo, se presenta a sí misma como una comedia en pantomima, disciplina en la que el cineasta era maestro. Eso sí, el genio se permite un chiste personal al comenzar la cinta cuando vemos a unos oradores emitiendo unos sonidos ininteligibles que parecen dar a entender que lo que vamos a ver será sonoro.
Todo se debe a esa genialidad chaplinesca. Tras rodar el metraje sin sonido, el británico compuso la banda sonora y los efectos sonoros que se disfrutarían a lo largo del metraje, además de muchas otras tareas en esta cinta que se puede calificar como una de las películas más de autor de la historia, sino la más personal de todas. Incluyendo su estupendo argumento.
Tras conocer a una vendedora de flores ciega en la calle quien, por error, piensa que Charlot es un hombre rico, nuestro eterno vagabundo consigue disuadir a un millonario de suicidarse en el río. Este, presentado cual si fuera un Jeckyll y Hyde al que cambia de uno a otro estado la ingesta de alcohol, pasa de ser su mejor colega a despreciarle en su estado de sobriedad. En todo caso, esa relación será la que le permita mantener el engaño en el que la invidente ha caído por sí misma.
Hasta el punto de que, al final, aprovechando un regalo del millonario del que luego éste reniega, se juega su libertad para dejar a la vendedora de flores con los medios suficientes para pagar sus deudas, su operación para recuperar la vista y montar su propia tienda de flores.
Esta entrega emocional, tan encantadora en la pantalla, no sería la misma detrás de las cámaras. La relación profesional de Chaplin con Virginia Cherrill, la actriz que daba vida a la florista, fue tan tensa que, en un momento dado, ella dejó el rodaje. Pero, tras probar otras posibilidades, al final ambos llegaron a un acuerdo que repercutió en un bien para todos, incluyéndonos a nosotros los espectadores. Realmente parece muy difícil que se hubiera encontrado a otra intérprete capaz de mostrar la vacuidad necesaria para el personaje.
Por el camino, por supuesto, nos encontramos múltiples situaciones tronchantes como la ingesta de confeti por parte del vagabundo cual si fueran spaghettis, o la maravillosa secuencia del combate de boxeo, una recreación de la que ya hiciera Chaplin en su corto de 1915, The Champion, aunque con un tono y una conclusión radicalmente diferentes.
Recogido como uno de los títulos para el Archivo Nacional de la Cinematografía de los USA, Luces de la ciudad es otra de esas delicias que te dejan con un más que grato sabor de boca.
viernes, 6 de agosto de 2010
62 - LUCES DE LA CIUDAD (City Lights). Charles Chaplin. USA, 1931.
Etiquetas:
Charles Chaplin,
Luces de la ciudad,
Virginia Cherrill
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