Una de las películas seminales por excelencia, esta cinta de 1931 tiene la capacidad, más que innovadora en su momento, de presentar un argumento de terror en la forma más poética posible.
De entrada, ya era difícil teniendo en cuenta que el punto de partida era la novela más que gótica escrita por Mary Shelley (en un proceso excelentemente narrado por Gonzalo Suárez en Remando al viento, en 1988). Son muchos los que afirman aburrirse sobremanera con su lectura, pero debe ser de los libros que más royalties hayan logrado en la historia de la literatura.
Del libro se pasó a una obra de teatro y de ésta al guión que se utilizó en un rodaje cuya batuta era conducida con auténtica maestría por James Whale. Su extremada sensibilidad a la hora de contar la historia, incluyendo que el monstruo que se presenta no resulte ser más que un ser incomprendido que sólo ataca cuando se siente agredido, es parte de lo que ha pasado a la leyenda de la película.
Son también muchos los que han achacado dicha sensibilidad a la homosexualidad del director, un comentario que es tan estúpido como decir que los rubios son todos guapos.
También esta cinta sentó las bases de la apariencia de dicho monstruo, un trabajo hecho a tándem entre Jack P. Pierce (quien logró la maravilla fundamental de que, pese a los kilos de maquillaje que se le ponían al actor, éste pudiera interpretar, expresar con su rostro) y el propio Whale, a quien se le atribuye otro gran logro, el vestuario andrajoso que luce.
Entre los actores, Colin Clive, como el fácilmente excitable Dr. Frankenstein, realiza una labor que también se dijo venía apoyada en sus propios fantasmas personales. Da igual el cómo, lo importante es el resultado que es, sencillamente, excelente.
Aunque no tanto como el de Boris Karloff, un actor que, como el director y Clive, procedía del Reino Unido, y que se había lanzado a la aventura de ser actor en los Estados Unidos. Tras una serie de pequeños papeles en diferentes producciones, este Monstruo le lanzaría definitivamente al estrellato. Fueron varias las ocasiones en las que dio vida a este personaje y, aunque otros lo imitaron, su imagen es la que ha quedado fija en la memoria colectiva. Hasta el punto de que en Estados Unidos le dedicaron un sello postal con la imagen de su rostro caracterizado como se le ve en esta película.
Tanto en esta película, como en su secuela, La novia de Frankenstein (1935), que también aparece en EL y estará pronto en este blog, en los títulos de crédito iniciales no aparece el nombre del intérprete que da vida al Monstruo que se presenta en cada una de ellas. Un juego muy aplaudido en su tiempo y muy útil para la carrera de dichos actores: nadie olvidó nunca sus nombres.
Lo más impresionante de este logro es que la duración total de esta cinta roza los 70 minutos, lo cual demuestra, una vez más, que no hace falta alargarse en exceso para lograr una gran obra.
La saga Frankenstein dio bastantes títulos más, entre los que destacan , aparte de la ya citada Novia, El hijo de Frankenstein (1939). Estos tres títulos, incluyendo el que ahora nos ocupa, son la fuente de la que bebe esa maravilla de parodia conocida como El jovencito Frankenstein (Mel Brooks, 1974), que también tendremos pronto aquí.
En 1994, Kenneth Branagh dirigió y protagonizó Frankenstein (de Mary Shelley). Una estupidez con aspiraciones de cultureta y que sirvión, únicamente, para mostrar el pechito musculado que se había currado Branagh y para comprobar que Helena Bonham Carter, de humana normal, daba más miedo que el Monstruo interpretado por Robert de Niro.
Es inevitable comentar que aunque Frankenstein es el apellido del doctor-creador, cuando lo escuchamos pensamos directamente en el Monstruo, que nunca tuvo nombre.
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