Otra de las películas míticas, sobre todo por sus andaduras personales, que aparece en todos los listados de las películas favoritas de todos los tiempos, se trata de una obra que, en su momento, fue considerada menor para la carrera del director.
Tras haber triunfado con sus dos títulos anteriores (La gran ilusión, 1937; La bestia humana, 1938), Renoir tuvo el coraje de adaptar, casi de soslayo, una novela que hablaba sobre la vida en sociedad. De esta manera, creó una trama situada en una finca campestre en la que los amoríos de la clase alta se veían mezclados con los que tenían lugar, entre los sirvientes, en la cocina.
Antecedente de situaciones posteriormente desarrolladas en, por ejemplo, la serie inglesa Arriba y abajo, y con un planteamiento que recuerda, tremendamente, al que presentaba Luis García Berlanga en su alabada La escopeta nacional (1978), esta fascinante historia juega con el espectador de la misma forma que con sus personajes.
Y todo gracias a un trabajo de recuperación fundamental ya que, en su momento, La regla del juego empezó a ser recortada de forma tremenda. Primero, perdiendo diez minutos y luego veinte minutos más. Por dos razones fundamentales: la primera, que los personajes tienen familiares judíos, tema tabú ante la inminente invasión de Francia por parte de los nazis. La segunda, por mostrar una burguesía decadente y aburrida que juega a los líos de dormitorio casi como para pasar el rato.
Dos herramientas son más que destacables en esta delicia: un sentido de la profundidad de campo que es de flipar. Y unos diálogos que, como consiguen sólo los grandes, dicen mucho más de lo que significan las palabras que se pronuncian.
Renoir, genio y artífice de esta regla, se reservó también las funciones principales de director, guionista y, por si fuera poco, actor de reparto dando vida a un personaje que, cayendo bien al principio, termina dando pena con un poco de vergüenza ajena.
Tras años de darse por perdida, quiso la suerte que se encontraran unas latas con casi 200 horas de rodaje gracias a las cuales se pudo restaurar. Menos una secuencia de un minuto que todo el mundo comenta, pero que nadie cuenta.
En todo caso, en la edición del Festival de Venecia de 1959 se mostró la versión recompuesta y el entusiasmo que suscitó se puede resumir en la reacción del director, también galo, Alain Resnais quien contaría que, a la salida de la proyección, se tuvo que sentar por "la cantidad de cine que había visto en una sola película".
Termino comentando que esta peli es una de las maravillas que vieron la luz en el año 39, la mejor cosecha que en el Séptimo Arte ha habido, pero de la que hablaré más adelante.
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