Otra de las favoritas en todos los listados de "las mejores películas de todos los tiempos", y defendida en EL como un retrato generacional, lo cierto es que nos encontramos ante una obra que supuso un más allá de la trascendencia cinematográfica.
Rodada totalmente en la ciudad de Roma, esta cinta es un retrato de la comunidad internacional que se reunía alrededor de la Ciudad Eterna y, más concretamente, de sus estudios de Cineccitá, en pleno apogeo en aquel momento. La cantidad de rodajes internacionales que tenían lugar en dicho espacio lograban que una importante porción flotante de la industria del cine se dejara caer por aquellos espacios durante los meses que duraban dichas filmaciones.
Además, los italianos no terminaban de querer desmarcarse de la posición que habían tenido durante la II Guerra Mundial como seguidores del fascista Mussolini. Para lograr dicha distinción, habían llevado su arte a límites antes no vistos como la ingestión de excrementos en los escenarios (que no, Leo Bassi, que sabemos que la idea no es tuya).
Para esta historia, y como gustaba Fellini de hacer, contamos con un maestro de ceremonias de excepción. El bello Marcello, el inolvidable Mastroianni que mantenía su nombre de pila en pantalla, es un joven amoral, periodista de cualquier tema que surja, y también es favorito entre la beautiful people romana. De su mano, recorremos un racimo de situaciones cotidianas que, presentadas sin ningún tipo de enjuiciamiento, conforman un auténtico retablo global de la sociedad de su momento, en todos sus estratos.
Desde la familia obrera que ha sufrido una desgracia interna hasta la llegada de la famosa estrella hollywoodiense (¿qué no se habrá dicho ya sobre la mítica secuencia de Anita Ekberg en la Fontana de Trevi?), el genio de Fellini nos transporta de un lado a otro de la ciudad sin decirnos en ningún momento lo que nos tiene que provocar la situación en la que nos mete, de la misma forma que Marcello no cambia ni un ápice su expresión.
Hay que destacar un momento maravilloso que, de alguna manera, es casi una constante en el cine felliniano. Ese en el que la noticia de que dos niños han sido iluminados con la visita de María, la Virgen, y a partir del cual el campo donde se supone que se produce el milagro se convierte en un plató cinematográfico con todos sus elementos. Este instante es, una vez más, demostración del afán que el director demostró tantas veces de querer hacernos ver al espectador los entresijos del mundo del cine (como veremos más adelante, y de forma más precisa, con la entrada de Fellini Ocho y medio).
Aparte del baño de la rubia antes nombrado, esta película también es imprescindible por el hecho de haber creado el término paparazzi (sacado del fotógrafo inseparable de Marcello, llamado Paparazzo). Y éste es el más conocido, porque lo cierto es que, hoy en día, todos entendemos perfectamente cuando alguien dice "me estoy dedicando a la dolce vita".
Esta película creó, en su momento, una fuerte polémica en la que iglesia católica y extrema izquierda se quejaban del retrato demasiado frívolo que el director mostraba de su sociedad. Pero, con la perspectiva de hoy en día, La dolce vita casi parece un título visionario en el que se auguraba esta situación actual en la que sujetos tan indignos de consideración como la Esteban o el Escassi se han convertido en generadores de opinión.
Fellini fue un genio en su capacidad para ponernos delante del rostro las realidades de su época. Pero hay cosas que parece que no evolucionan, por desgracia. Así, seguimos echando de menos los tiempos en los que los famosos eran gente que hacían cosas, no que se acostaban con gente y lo contaban como auténticas verduleras (con perdón para la gente de dicha profesión).
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