Nacida como clásico y entrando directamente en las listas de las mejores películas de la historia, esta fábula coreana pasó rápidamente a engrosar mi lista personal de películas favoritas de todos los tiempos. Una gran sorpresa que el cine coreano nos viene brindando desde finales del siglo pasado con directores como el que nos ocupa o el también genial Kim Ki-Duk, injustamente ignorado en el libro.
Desde el principio, esta obra magnética nos transporta a un universo tan improbable como posible. El protagonista, interpretado con maestría por Minsik Choi quien no quiso que le doblaran en las secuencias de acción, es un hombre que ha pasado 15 años encerrado en una habitación sin saber el motivo.
De repente, y de forma aparentemente sencilla, consigue escapar y comienza una búsqueda de conocimiento y venganza que le llevará a un final brutal, tan redondo que se convierte en uno de los elementos claves de que esta película sea la joya que es.
Son tantos los temas que se tocan en este metraje (libertad, fuerza interior de las personas, incesto) y de tal forma que la oscuridad de lo que se narra por momentos ahoga, otras veces aclara.
Lo fundamental, en todo caso, es que el tema central de esta obra, que en EL defienden como una posible comedia negra, es el de la venganza. Pero la venganza buena, la elaborada. Personalmente, siempre me ha sabido poco que, cuando en una película se pasan todo el rato detrás del malo, le liquiden simplemente con un tiro.
El estilo John Woo de meter quince balazos al chungo tampoco me termina de satisfacer. Sin embargo, el entramado cuasi arquitectónico de esta historia, de cómo las personas pueden dedicar su existencia a hundir al que un día le arruinó la vida, fascina porque la conclusión final es que no merece la pena. Sobre todo por el hecho de comprobar que, una vez que has logrado la meta propuesta, te queda vacío y sin fuerzas para encontrar nuevos retos a lograr.
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