Siendo una película de encargo que la Standard Oil hizo al documentalista Robert J. Flaherty pocos podían imaginar que dicha labor se convertiría en la obra de arte que hoy conocemos. También era difícil adivinar que éste sería el último título dirigido por el creador de otros grandes documentales como Nanouk el esquimal (1922).
Tomando como eje central las prospecciones petrolíferas llevadas a cabo en los pantanos de Louisiana, y conducidos en todo momento por un niño de doce años, nos adentramos en un universo que nos resulta fascinante.
Sobre todo por verlo a través los ojos de ese muchacho para el que el entorno es, sobre todo, un terreno donde todo tipo de aventuras son posibles. Los animales son tanto cómplices como enemigos y la barca con la que se mueve es más atractiva y divertida que cualquier tipo de coche.
Comentan en EL que muchos criticaron que la película fuera tan suave y lo achacaron al hecho de estar financiada por la compañía de crudo antes citada. No estoy de acuerdo. Esta cinta transmite la misma ternura que los documentales de Flaherty suelen contener. Es más, no creo que fuera necesario, ni interesante, irse por las vías de lo melodramático para retratar una comunidad cuya vida cotidiana se desarrolla tan lejos de los núcleos cívicos.
La mayor fuerza expresiva en este trabajo es la magnífica banda sonora de Virgil Thomson, la primera en recibir un premio Pulitzer, y que se convierte en el auténtico hilo conductor de la cinta mientras acompaña al niño en todas sus proezas.
Respecto a los personajes que aparecen, todos son, como solía suceder con Flaherty, gente de la zona, nada de actores. Pero el diálogo es muy escaso y es la música la que rellena los huecos de información de lo que se nos va mostrando.
Por último, sólo apuntar que, después de ver esta película, visitar esos pantanos con la música de Thomson sonándote en los oídos es una experiencia preciosa que merece la pena vivir.
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