domingo, 20 de marzo de 2011

145 - PINK FLAMINGOS. John Waters. USA, 1972.

Pese a que está a punto de cumplir 40 años de edad, Pink flamingos sigue siendo una de las películas más radicales jamás rodada. Digna heredera de todo el cine experimental que se produjera en los años 50 en Estados Unidos, sus situaciones están tan cerca del límite que, incluso, lo sobrepasa en diversas ocasiones.

John Waters, hijo de Baltimore (la ciudad-escenario donde ha rodado la mayoría de sus trabajos), tuvo la suerte de encontrarse en su camino con Harris Glen Milstead, conocido en todo el orbe como Divine. Juntos, se aprestaron a lograr las imágenes mentales del director gracias a la superación de su timidez que Milstead lograba con su transformación en la madre de todas las drag-queens.

La historia de esta cinta, ya de por sí, es salvaje. Una familia de los arrabales, compuesta por la madre (Divine), un hijo medio lerdo y una abuela (Edith Massey) que vive en un parque infantil y sólo como huevos, ven amenazada su existencia por el malvado matrimonio cuya parte femenina está encarnada por Mink Stole (otra de las musas de Waters).

Por el camino, vemos cómo la abuela se enamora del huevero, el hombre que cada día le proporciona su alimento favorito, y se casa con él sin salir del parque. El hijo, por su cumpleaños, recibe "el mejor regalo que una madre puede hacer a su hijo": una mamada. Y asistimos a distintos espectáculos entre los que se incluye un ano retráctil que asoma y desaparece sin artificio alguno.

Y es que la falta de artificios es una de las mejores bazas de este tipo de cine: en los 70 el mundo de los efectos especiales seguía despegando poco a poco. Así, sabemos que todo lo que vemos en pantalla es real, que no ha habido ordenador por medio para darnos falsas impresiones.

Incluyendo ese tremendo final en el que vemos a un señor que permite a su perro cagar en medio de la acera. Sin mover la cámara, para asegurar todavía más la verosimilitud del plano, aparece Divine, se sienta en el suelo y, ni corta ni perezosa, se come dicha mierda.

En una ocasión tuve la suerte de entrevistar a Paul Bartel, otro de los radicales de Hollywood, y le pregunté si la estrella estaba drogada para rodar esa secuencia. Me comentó que, desde su punto de vista, el mero hecho de rodarla era subidón suficiente para que no necesitara de ninguna otra sustancia.

Para los que se cuestionen hasta qué punto es interesante, o necesario, que se rueden este tipo de películas, baste decir que siempre que una persona se plantea límites existenciales tan lejanos de lo convencional, seguro que sale al menos un grado más liberal de lo que era antes de verlo.

El estilo de Waters ha sido imitado en numerosas ocasiones (aunque sin llegar a los extermos del genio de Baltimore), pero uno de los principales beneficiados fue Pedro Almodóvar, cuyo Pepi, Luci y Bom... y otras chicas del montón (1979) está plagado de referencias watersianas. Eso sí, muy bien adaptado y traído a una España que luchaba por salir de los 40 años de oscuridad que había supuesto la maldita tiranía franquista.

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