En los años 50, de la misma forma que se rodaban westerns como churros en Hollywood, en Japón salían al mercado numerosas películas de espadachines, enmarcadas en el género conocido como jidai-geki . Pero Kurosawa, ese genio cinematográfico, quiso hacer algo diferente y "rodar una película profunda". Con este parámetro, y con ganas de cocinar un manjar que deleitara a todos los paladares, se lanzó a la creación de esta obra que ha marcado todo un hito en la historia del cine.
Los habitantes de un pueblo indefenso están hartos de ser las víctimas, todos los años, de soportar los abusos y violaciones que reciben de una panda de asesinos que, además, les toman por el pito de un sereno. Para terminar de una vez por todas con semejante afrenta, se lanzan a buscar samuráis libres que, a cambio de techo y comida, les ayuden a defenderse. Aunque la oferta es escasa, no tardan en encontrar a Kikuchiyo, un perdedor romántico que decide coger su causa como propia y que es el encargado de organizar a un grupo de siete compañeros (él incluido) para luchar por la libertad del pueblo maldito.
Las situaciones de convivencia entre los guerreros, cada uno de su padre y de su madre, dan lugar a situaciones tanto cómicas como de lo más emocionante, según el personaje que refleje lo que le ocurre a cada momento. La relación con la gente del pueblo pasa de ser fría y desconfiada a cercana y amistosa. Y se viven momentos en los algún samurái saca a lucir su triste alma por una infancia de abandono.
Pero la necesidad es una trampa en la que caemos según nos vienen las cosas y, como es marca de la casa en Kurosawa, el impresionante final nos ofrece el choque entre los supervivientes de entre los samuráis que, mientras rezan a las tumbas de sus compañeros, ven como los habitantes del pueblo, una vez solucionado su problema, se olvidan de lo pasado y vuelven a trabajar sus campos como si nada.
Una vez más, Toshiro Mifune es el protagonista de esta historia, un actor con una grandiosa capacidad de interpretación y del que Kurosawa llegó a afirmar que "verle trabajar era todo un placer. A veces, miraba a los operarios de cámara para ver cómo les emocionaba con su arte". Un logro que repite, invariablemente, con todos los espectadores que disfrutan de su arte.
Esta película, aparte de ganar el León de Plata en Venecia y estar nominada a dos Oscars(c), fue el pasaporte definitivo del cine japonés a occidente, donde terminaron los tópicos que se habían creado alrededor del cine del país del Sol Naciente.
De esta película, salió un remake hollywoodiense, Los siete magníficos (John Sturges, 1960) que también ha pasado a la historia y que contó con varias secuelas. Y, aunque es innegable su status de obra maestra, soy de los convencidos de que no logra alcanzar las cotas por las que la obra original camina con soltura.
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Generalmente las remakes, no logran mejorar la película original.
ResponderEliminarQuizás si en la parte tecnológica. Pero no por ello se puede disfrutar mejor de un film.