Para su segundo largometraje, Bernardo Bertolucci, con menos de 25 años de edad, se lanzó a rodar una historia en la que parecía mezclar los temas fundamentales de su juventud con su amor por su ciudad natal, Parma.
En aquella época, mediando los 60, la juventud creía en algo que se ha perdido, de forma irremediable parece ser: los ideales. Porque las aventuras amorosas del joven protagonista, obsesionado con su tía carnal, se nos van narrando de forma salpimentada por aquellas conversaciones eternas que teníamos de jóvenes cuando nos daba la madrugada hablando del auténtico alcance de El capital, de Marx.
Por eso, esta cinta sorprende por una tremenda densidad en sus diálogos, algo que el propio Bertolucci ha ido perdiendo en su discurso con el paso de los años. Frente a la grandiosidad de, digamos, El último emperador, esta cinta es más deudora de su colaboración con Pasolini en Accatone (1961) que con el preciosismo que luego alcanzara este cineasta en la historia del último mandatario real de la China.
No es una película fácil de ver hoy en día, en estos tiempos en los que los SMS y los Twitter nos han acostumbrado a que las noticias se pueden compartir con forma de teletipo. Ahora, lamentablemente, las conversaciones a las que se dedica tiempo tratan sobre las últimas ocurrencias de Belén Esteban, o asuntos así de trascendentes. De hecho, en periodos electorales, nadie habla de los programas políticos de los partidos, sino de quien ha mentido más o menos; de quién ha robado más o menos; o de a quién se va a votar en virtud de razonamientos sencillamente absurdos.
En todo caso, hay un fuerte sentido de nostalgia en esta cinta que las nuevas generaciones (salvo honrosas excepciones) encontrarán imposible de comprender. Y quizá sea más realista su actitud indiferente de la actualidad frente a aquellos enfrentamientos dialécticos que, como ha demostrado la historia, no han podido evitar que desemboquemos en el momento que nos encontramos: como auténticos ciudadanos gamma que sólo vivimos para que nos sigan proporcionando nuestra ración de soma.
Así de triste, así de real.
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