domingo, 21 de noviembre de 2010

104 - CARAVAGGIO. Derek Jarman. Reino Unido, 1986.

Dicen los místicos que hay espíritus que se apoderan de personas habitando en sus cuerpos. Para hablar de Derek Jarman, habría que pensar en un genio creativo tan grande que le costaba limitarse a sus formas físicas y tenía que soltarlo por donde fuera.

Escritor, director, en ocasiones actor, fotógrafo, director de vídeo-clips para The Smiths y Pet Shop Boys y gran activista gay, Caravaggio sería sin duda el título a elegir como muestra de su cumbre cinematográfica (seguida muy de cerca por Eduardo II , de 1991).

El género de biopics de pintores ha contado con grandes logros a lo largo de su historia, sirvan como ejemplo El loco del pelo rojo (Vincente Minnelli, 1956, sobre Van Gogh) y Moulin Rouge (John Huston, 1952, sobre Toulouse Lautrec).

Pero también es verdad que en los últimos tiempos, los productos que nos llegan a bien son excesivamente edulcorados y con mala elección de actores para los personajes principales (Frida, Julie Taymor, 2002); o resultan sencillamente insoportables de aburridos (Klimt, Raoul Ruiz, 2006); o te dejan con la impresión de que no se han atrevido suficiente a contar la verdad(Basquiat, Julian Schnabel, 1996).

Las únicas salvables, realmente, serían El amor es el demonio (ese infierno de Francis Bacon retratado por John Maybury en 1998) y Pollock (el encomiable esfuerzo de entrar en la mente del pintor que Ed Harris acometió en el 2000, delante y detrás de la cámara).

¿Qué las une? Que ambas son pupilas de Caravaggio, la primera ocasión en la que un cerebro parece haber sido trasladado a la gran pantalla. Nigel Terry, el rey Arturo de Excalibur (John Boorman, 1981), da vida al pintor renacentista. Para objeto de sus pasiones, un Sean Bean, bajuno y visceral, encarnando a un Ranuccio tan voluble en sus deseos como ambicioso para sus logros. Completando el magistral trío, nada menos que la inmensa Tilda Swinton, a la que muchos parecen haber descubierto cuando ganó el Oscar(c) por Michael Clayton (Tony Gilroy, 2007), o por la saga de Narnia en la que hace de bruja mala, olvidando su dilatada y espléndida carrera desde que comenzara con el título del que ahora hablamos.

Además, ese deseo de hombre a hombre que mueve toda la acción de la película se ve también reflejado en los decorados que se nos muestran, esbozos fieles de las pinturas del maestro italiano. Sus problemas con el poder, en esa secuencia terrorífica de ministros de la iglesia confabulando en secreto, mostrados como los auténticos demonios que son. Y, sobre todo, el lado de visionario que se adivina en su obra, con esos elementos anacrónicos que aparecen (desde una hoja de periódico a una máquina de escribir).

Cuando terminas de ver esta película, lo más fácil es que no puedas hablar durante unos minutos. Algo en ti estará profundamente conmovido y te costará expresarlo. Pero, después de un rato, y pese al destemple que te pueda haber provocado, comprobarás que ha sido una experiencia sin igual.

Derek Jarman ganó su puesto en la historia de la cultura universal y que así continúe por mucho tiempo.

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